Quiralidad en los seres vivos

Por Enrique Battaner

Breve reseña por parte de los editores: 

Se suele creer que hay un aparente divorcio entre el lenguaje científico y el poético o filosófico, ¿qué sucede cuando la prosa les junta y les hace indistinguibles el uno del otro? Ramón y Cajal médico histólogo y anatomopatólogo y también filósofo (premio Nobel en el año 1906, dos años después de Marie Curie y Koch) intentó abordar la cuestión, ¿y qué mejor muestra que su aporte en sus obras? En la lectura de los textos científicos están implicados los niveles de lectura, sobre todo el de nivel crítico, el cual supone alcanzar un elevado grado de comprensión de las ideas y teorías expresadas y yuxtapuestas en los razonamientos, ergo, haber pasado por el resto de niveles de comprensión: el literal (comprender lo que retrata el texto) y el inferencial (lo que se puede deducir a partir de lo que señala el texto). El tercer nivel sería precisamente la lectura y el comportamiento crítico que implica el cuestionamiento, la reflexión y la evaluación de lo que se lee (Fundamentación y orientación de los instrumentos de lenguaje de las pruebas Saber, desarrollado por Castillo, Triana, Duarte, Pérez y Lemus (2007), lo que pasa en textos tan novedosos como el que hoy viene a presentarnos el doctor Enrique Battaner, nuevo autor en la revista Bactriana, es precisamente eso, la perfecta comunión que solo el lenguaje claro, limpio (sin que la prosa disminuya su intensidad y paroxismo) puede producir, también la encomiable fomentación de la lectura crítica en los textos científicos, tarea titánicamente necesaria en tiempos de impostura. Poco más podríamos agregar, pero basta con advertir que están frente a un ensayo escrito por uno de los hombres de ciencia que marcó una época. Felices y orgullosos de tenerlo en nuestras filas, le damos la bienvenida con lo que en nuestra modesta opinión, es una obra maestra.

 

Se nos advierte periódicamente de los peligros de un aditivo alimentario, el E-621 o glutamato monosódico, causante (al parecer, no es seguro) del llamado “síndrome del restaurante chino”, dado que este aditivo se utiliza muy ampliamente como potenciador de sabor en la cocina china. No es que sea muy grave que digamos. No obstante, ello me ha animado a comentar, una de las cuestiones más apasionantes de la Bioquímica, o más ampliamente, de la Biología en general (incluida, naturalmente, la humana): La Quiralidad. Este término procede del griego kheir, kheiros que significa “mano”, ya que es el conjunto de fenómenos que ocurren en pares de compuestos en los que uno es la imagen especular del otro, de la misma manera que la mano derecha es la imagen especular de la izquierda, y viceversa (y de ahí el nombre). Matemáticamente se trata de una operación de simetría respecto a un plano. En términos moleculares, hay quiralidad cuando la estructura tridimensional de una determinada molécula es la imagen especular de otra; ambas constituyen lo que se llama una “pareja enantiomérica”; y cada una de ellas, “enantiómero”. Pero vayamos primero a los fundamentos.

Los espejos siempre han sido algo inquietante y con cierto misterio. En la Mitología clásica tenemos la historia de Narciso, de proverbial belleza y que en su soberbia rechazaba con altivez a todas las doncellas y efebos (estamos en la Grecia clásica o en la corrección política moderna) que le declaraban su amor. Némesis, la diosa de la venganza, castigó a Narciso haciendo que se enamorara de sí mismo al verse reflejado en las aguas tranquilas de un estanque; intentando alcanzar el objeto de su amor, cayó al estanque y se ahogó. En la mitología moderna (de los hermanos Grimm en este caso) tenemos el espejo mágico de la malvada madrastra de Blancanieves, que una y otra vez frustraba a su dueña al declarar que su hijastra era más bella. Tolkien, en “El Señor de los Anillos” nos presenta el estanque de Galadriel en el que se refleja problemáticamente el futuro. El reverendo Dogson, más conocido como Lewis Carroll, transporta a Alicia hacia el otro lado del espejo. Y podríamos hablar de muchos más.

Para nosotros, en este mundo algo ramplón apartado de toda mitología, los espejos siguen siendo inquietantes y misteriosos. En primer lugar, por el veredicto que suelen dar de nuestro propio aspecto al ser interrogados, lo que nos obliga una y otra vez a corregirlo hasta que obtenemos su visto bueno. En segundo lugar, por el inapelable diagnóstico que hace del paso del tiempo: una nueva mancha, una nueva arruga, un nuevo fallo detectado en la imagen que tenemos formada de nosotros mismos y que el espejo nos obliga a cambiarla, incorporando el nuevo defecto detectado. Imposible no acordarse de “El retrato de Dorian Grey” de Oscar Wilde.

Pero hay un tercer aspecto, en el que no solemos fijarnos, pero que es tan inquietante o más que los dos anteriores, y es el siguiente: la imagen que el espejo da de nosotros no es nuestra verdadera imagen; en el espejo vemos invariablemente a otra persona. Si al peinarnos nos dejamos la raya del pelo a la izquierda (es mi caso) el individuo del espejo la lleva a la derecha. Si levanto mi mano izquierda el personaje especular levanta su mano derecha. Es más; si nuestro cuerpo fuera transparente veríamos que la persona del espejo tiene un corazón que apunta a la derecha; su hígado está situado a la izquierda; el bazo a la derecha; el apéndice cecal a la izquierda y así sucesivamente, huellas dactilares incluidas; sería un caso extremo de la malformación que en Medicina llamamos situs inversus. Más aún: si a ese personaje le hiciéramos un electrocardiograma, veríamos un patrón completamente distinto al nuestro; Por si esto fuera poco, si tomamos una muestra del ADN de este extraño personaje, y estudiamos su estructura, nos encontraríamos que es asimismo anómala: en vez de ser una doble hélice dextrógira (es decir, arrollada como un sacacorchos o un tornillo convencional, a derechas, es decir, el que avanza al girar en el sentido de las agujas del reloj) veríamos que es una doble hélice levógira, arrollada a izquierdas (todo lo contrario a lo anterior). Podemos verlo en las figuras 1, 2 y 3: la icónica doble hélice de los seres vivos convencionales (L-ADN) y la que veríamos en los seres especulares (D-ADN) en tres representaciones distintas: espacial, bolas/barras y esquemática.

La anomalía se extiende, pues, hasta los últimos detalles de la estructura molecular del individuo del espejo, y en particular, de la estructura de las proteínas. Las proteínas son polímeros de unos compuestos que llamamos aminoácidos, de los que hay veinte distintos. En otras palabras, son cadenas, a veces muy largas, cuyos eslabones son los aminoácidos. Pero quizá la analogía que más nos interesa es la del lenguaje escrito, como el presente. Una proteína sería como un párrafo, más o menos largo. Es decir, una estructura lineal, con un único principio y un único final, no ramificada. El lenguaje (español) consta de 27 letras; las proteínas, de 20 letras (aminoácidos). El lenguaje es portador de información; las proteínas también. Pero eso es otra historia que de momento no nos concierne. Por el contrario, vamos a fijarnos sólo en uno de los veinte aminoácidos; uno de los más frecuentes, si no el más frecuente, y que conocemos con el nombre de ácido glutámico; pero como el organismo es un medio acuoso, preferimos denominarlo glutamato (la sal del ácido glutámico), que es la forma que adopta en solución. No es esencial (es decir, nuestro organismo puede perfectamente sintetizarlo) y opera como neurotransmisor excitatorio en el sistema nervioso central (eso es otra historia interesantísima en la que no entraremos) y una de las formas en la que se produce industrialmente es precisamente el glutamato monosódico (E-621). Pero la forma correcta de determinarlo debería ser “L-glutamato monosódico”.

Porque el glutamato es una molécula quiral, y presenta dos formas posibles, que llamamos L-glutamato y D-glutamato, cuyas estructuras aparecen en la figura 4. En ella se puede apreciar que ambas formas están relacionadas por una operación de simetría especular. Diremos de paso que todos los aminoácidos de las proteínas pertenecen al tipo L-. Pues bien, el L-glutamato tiene un fuerte sabor a carne, pero el D-glutamato no sabe a nada. Es decir, nuestras papilas gustativas reconocen al tipo L- pero no al D-. Y éste es un fenómeno generalizado para todos los compuestos quirales. De los dos enantiómeros, los organismos vivos sólo reconocen a uno de ellos. Así, la L-noradrenalina nos puede sacar de un shock, pero la D-noradrenalina no hace nada. La D-glucosa es el alimento principal de nuestras células, pero la L-glucosa no funciona en absoluto. Y así, para miles y miles de compuestos. La conclusión es que los seres vivos, por lo general, sólo reconocen a uno de cada pareja enantiomérica. Y el tipo que vemos en el espejo tiene invertidas todas sus estructuras moleculares: sus aminoácidos proteicos son D-, sus azúcares son L-, le funciona la D-noradrenalina pero no la L-, etc.

Pero lo curioso del caso es que cuando sintetizamos en el laboratorio, por métodos convencionales, una molécula quiral (por ejemplo, glutamato) se obtiene invariablemente un 50 % de cada isómero (50 % L-glutamato y 50 % D-glutamato). Y esto ocurre con todos los compuestos (aunque la Química Orgánica dispone ya de métodos de síntesis asimétrica). Se plantea así un interesantísimo problema al tratar del Origen de la Vida sobre el planeta: ¿Cómo surgió la preferencia quiral en los seres vivos? Como comprenderéis, hay teorías, pero al llegar aquí creo que lo dejaré para otro ensayo.

Enrique Battaner

Catedrático, académico, biólogo molecular y ex-rector de la prestigiosa Universidad de Salamanca

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