El descubrimiento de los ácidos nucleicos

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El ADN (ácido desoxirribonucleico) fue descubierto por un fisiólogo suizo, Friedrich Miescher (1844 – 1895); todavía no se había inventado el término bioquímico. Estudió medicina en su ciudad natal, Basilea, en donde su padre ejercía como médico y su tío Wilhelm His era Profesor Ordinario (equivalente a nuestro “catedrático”) de Anatomía y Fisiología, por lo que desde pequeño vivió en un ambiente muy proclive a la ciencia médica en general. Un defecto auditivo le impidió —en sus propias palabras— el ejercicio de la medicina, por lo que una vez terminados sus estudios se dedicó a la investigación en lo que entonces se llamaba “Química Fisiológica”. Para ello se trasladó a la Universidad de Tubinga, donde era profesor Felix Hoppe-Seyler (1825 – 1895) que, al menos en mi opinión, fue el auténtico fundador de la Bioquímica moderna.

El interés de Miescher era estudiar de alguna manera el núcleo celular. La Teoría Celular era entonces el último grito en Biología, y pensó que un abordaje químico del problema podría dar resultado. Y vaya que si lo dio, aunque Miescher, fallecido a los 51 años, no pudo verlo. En principio Miescher pensó en estudiar los linfocitos, que son unas células que tienen un núcleo muy grande en relación a su tamaño; pero obtener linfocitos en cantidad en aquellos tiempos era harto difícil (se hacía a partir de ganglios linfáticos). Por ello su maestro Hoppe-Seyler le sugirió que estudiara los leucocitos neutrófilos, mucho más fáciles de obtener. ¿Cómo? Pues estudiando la composición química del pus.

El pus es en realidad una masa de leucocitos neutrófilos con algunas otras células, aunque absolutamente minoritarias. Estos leucocitos tienen también un núcleo grande, multilobulado. Y cualquier hospital de aquel entonces (era la época anterior a la asepsia y anestesia quirúrgicas) era una fuente inagotable de pus. Y ahí tenemos a Friedrich Miescher visitando todos los días un hospital cercano a la hora de las curas quirúrgicas y recogiendo los vendajes desechados que eran literalmente masas de pus. Observó que tras varios lavados del producto podía aislar un material hasta entonces desconocido que precipitaba al tratar con ácido y se redisolvía con un tratamiento alcalino. Una serie de experimentos (Miescher era minuciosísimo en sus investigaciones) le demostraron que este material procedía del núcleo celular. Al tratarlo con sal concentrada obtenía un precipitado gelatinoso que parecía ser homogéneo y que Miescher denominó “nucleína”.

En aquel entonces poco se podía hacer desde el punto de vista de la moderna Bioquímica (no estaba ni siquiera inventado el término) y Miescher hizo lo que era normal (y avanzado) en la época: el análisis elemental. El análisis elemental de una sustancia consiste en determinar la proporción relativa de los distintos elementos químicos que entran en su composición: hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno, etc. Pues bien: al aplicar estos métodos a la nucleína observó dos notables particularidades: la nucleína no contenía azufre (lo que indicaba que probablemente no era una proteína) y presentaba una gran proporción de fósforo. Esto último era lo nunca visto hasta entonces en la química de los seres vivos. Lo uno y lo otro eran hallazgos importantes y presentó los resultados a su maestro Hoppe-Seyler para su publicación. Pero éste encontró tan revolucionarios estos hallazgos que decidió reproducir por su cuenta todos los experimentos de Miescher antes de dar el visto bueno. Esto retrasó la publicación y por tanto, la habilitación de Miescher como profesor. Pero al fin el maestro se convenció y aquello fue publicado en 1871 en la Medizinisch – Chemische Untersuchungen (Investigaciones Médico-Químicas), revista fundada por el propio Hoppe-Seyler,y en rigor la primera revista de la Historia especializada en Bioquímica. Así obtuvo su habilitación y al año siguiente le fue ofrecido un puesto docente en la Universidad de Basilea, su ciudad natal, puesto que desempeñó hasta su muerte.

En Basilea tuvo bastantes dificultades para poner en marcha un laboratorio como el que había utilizado en Tubinga. Pero se sobrepuso a todas ellas y decidió buscar nucleína en otras fuentes biológicas. Su tío, el profesor His, estudioso de embriología, le sugirió que estudiara químicamente la esperma del salmón. Y aquí hay otros dos factores a comentar. Los espermatozoides son prácticamente un núcleo celular con una larga cola, por lo que son mucho más idóneos que los leucocitos para estudiar el núcleo. En segundo lugar, los salmones abundaban en aquellos tiempos en Basilea, ya que remontaban el curso del Rin para el desove (no creo que actualmente se pueda decir lo mismo). En el transcurso de esa remontada, los órganos genitales del salmón crecen hasta llegar a ser en torno al 30 % del peso corporal y además se dejan capturar fácilmente. Miescher bajaba al río todos los días a recoger salmones (al menos era algo más sano que recoger pus) y pudo reproducir exactamente los mismos resultados. La nucleína espermática iba acompañada de una proteína fuertemente básica que Miescher denominó “protamina”.

Los resultados de Miescher fueron aceptados fácilmente por la comunidad científica. En concreto, Altmann reconoció el carácter ácido de la nucleína y Kossel la rebautizó como “ácido nucleico”, lo que no gustó nada a Miescher, por cierto. Es importante señalar que ni Miescher ni sus contemporáneos pensaron que el ácido nucleico (persistió ese nombre) tuviera que ver con la herencia biológica (aunque el trabajo de Gregor Mendel ya había sido publicado no fue redescubierto hasta 1900).

Rápidamente se comprobó que había dos tipos de ácido nucleico. Uno, abundante en el timo (un órgano linfoide presente en individuos jóvenes) y otro, distinto, en la levadura, por lo que recibieron el nombre de “ácido timonucleico” y “ácido zimonucleico”, respectivamente. Durante algún tiempo se pensó que el primero era propio de los animales y el segundo de los vegetales, por lo que incluso podemos encontrar en tratados antiguos los nombres de “ácido zoonucleico” y “ácido fitonucleico”. Pronto se comprobó que ambos tipos existían en todos los seres vivos, por lo que esas nomenclaturas no tenía ningún sentido. Por fin, en 1909, Levene identificó la ribosa como componente del ácido zimonucleico que pasó a llamarse “ribonucleico, ARN” y a la desoxirribosa como integrante del ácido timonucleico,  que pasó a ser “desoxirribonucleico, ADN. El nombre “Ribosa” procede de las iniciales del Rockefeller Institute of Biochemistry, R.I.B.

Evidentemente, la historia de los ácidos nucleicos (ADN y ARN) no terminó aquí, ni mucho menos, pero su descripción haría intolerablemente largo este artículo y mejor lo dejaremos para otro día. La moraleja de este relato es que nunca hemos de extrañarnos o de hacer aspavientos cuando nos dicen, por ejemplo, que hay quien estudia la composición química del pus. “Hay gente p’a tó”, que dijo El Guerra, el torero, cuando don José Ortega y Gasset le informó que era catedrático de Metafísica.

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En las fotos: Friedrich Miescher y el laboratorio de la Universidad de Tubinga en el que descubrió la «nucleína». Era la antigua cocina de un palacio.

Retrato de Miescher, Wikipedia; laboratorio, cortesía de la biblioteca de la Universidad de Tubinga; datos históricos, «El descubrimiento del ADN» por Ralf Dahm, Investigación y Ciencia, Octubre 2008.

Autor: Enrique Battaner

Catedrático, académico, biólogo molecular y ex-rector de la prestigiosa Universidad de Salamanca

 

 

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